Los graves daños materiales causados por los fanáticos bolsonaristas podrían ascender a millones, que tendrán que ser desmbolsados ahora por los contribuyentes de Brasil. La horda bolsonarista, que el domingo pareció desahogarse durante horas en el distrito gubernamental de Brasilia, prendió fuego, rompió ventanales y muebles, destruyó algunas obras de arte de gran valor, orinó sobre muebles y arrojó al suelo aparatos como impresoras, computadoras, microondas, monitores y televisores. El Parlamento, la Corte Suprema y el Palacio Presidencial de Brasil están hechos pedazos.
El daño a la democracia del país y a la psique colectiva del país es aún peor. Una minoría fanática y violenta cometió actos vandálicos durante un día y sin pausa frente a las cámaras en Brasilia. Mientras los medios liberales llaman a los responsables por sus nombres: «golpistas, criminales, terroristas», otros se congracian con el bolsonarismo, tratando de ganar audiencia, clics, pulgares arriba con «me gusta» y, por supuesto, mucho dinero.
El veneno del bolsonarismo
El mayor portavoz del bolsonarismo, la emisora Jovem Pan, hizo asombrosas piruetas retóricas para justificar las acciones de los criminales de Brasilia como si fueran ciudadanos preocupados: el «pueblo» mostró su voluntad. Como si el pueblo ya no lo hubiese hecho el 30 de octubre al elegir a Lula da Silva como presidente.
El impulsor y cómplice de Jair Bolsonaro, el juez Sergio Moro, minimizó a los atacantes y los llamó «intrusos» que «tienen que retirarse». Fue Moro quien condenó a Lula a nueve años y medio de prisión en julio de 2017 por cohecho y blanqueo de capitales. Sin embargo, casi cuatro años después, la Corte Suprema de Brasil revocó el veredicto alegando que Moro había sido parcial.
Desde su exilio autoimpuesto en EE. UU., el bloguero prófugo Allan dos Santos, contra quien existe una orden de captura por difusión de información falsa y actividades antidemocráticas desde octubre de 2021, llamó a las bases del aparato militar y policial a desobedecer órdenes, a un golpe de Estado.
Dos Santos es un buen ejemplo de cómo se puede ganar mucho dinero con contenido fanático. Es uno de los que ha difundido el veneno bolsonarista: mentiras y medias verdades, delirios pseudorreligiosos, intolerancia, ignorancia, arrogancia, violencia y simple estupidez en la mente y el corazón de millones de brasileños.
Ese veneno también ha contaminado a numerosos miembros de las fuerzas de seguridad de Brasil, como quedó claro el pasado fin de semana en Brasilia. Es una evolución inquietante.
Expulsar a los radicales que niegan la realidad
Con el bolsonarismo, ha surgido en Brasil un movimiento popular de extrema de derecha, cuyos miembros se creen los salvadores de la patria, sin haber preguntado jamás a los demás brasileños. Según sus propias declaraciones, defienden la decencia, la verdad y la libertad frente a los comunistas, sin saber realmente lo que significa el comunismo.
Parece casi imposible devolver a estas personas a la realidad. Durante cuatro años han sido embutidos y aguijoneados con desinformación por el expresidente Bolsonaro, sus pastores evangélicos, emisoras de ultraderecha como Jovem Pan, «influencers» antidemocráticos como Allan dos Santos y otros fabricantes de mentiras. Creen que están resistiendo con legitimidad ante un Gobierno ilegítimo. En muchos casos hablan sin tapujos de «guerra civil necesaria».
El ataque a los poderes del Estado es, por tanto, una señal de advertencia. Hay grupos muy radicalizados en Brasil, que reciben financiación y apoyo logístico de empresarios. Están listos para el vandalismo y gozan de cierta comprensión y apoyo por parte del aparato de seguridad estatal. Es muy difícil enseñar a estas personas modales cívicos y democráticos. A ellos y a los que mueven sus hilos, hay que sacarlos de las calles y sancionarlos. Por el bien y la seguridad de los ciudadanos verdaderamente íntegros.