La Iglesia católica estableció su periodo litúrgico más importante con la Cuaresma (40 días sin incluir los domingos), que comienza el Miércoles de Ceniza, tres días después del Domingo de Carnaval, hasta el término del tiempo pascual con el Domingo de Pentecostés, día en el que se conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos con la Madre del Señor y que señala el final del tiempo de Pascua, un periodo de siete semanas, es decir, cincuenta días (de ahí el nombre de origen griego ‘pentecostés’=50) y que este año será el 28 de mayo.
Por último, diez días antes de Pentecostés, es decir, un jueves, se celebra la fiesta de la Ascensión, que conmemora la ascensión de Jesucristo al Cielo, y diez días después, otro jueves, el próximo 8 de junio para el presente año, tiene lugar la del Corpus Christi, o Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Todo este ciclo no tiene unas fechas fijas dentro del año civil que comienza el 1 de enero y termina el 31 de diciembre, sino que depende de la fecha en que se celebre la Pascua de Resurrección, y ésta varía de unos años a otros, condicionando con esa variación todo el resto del calendario eclesiástico y con él las festividades móviles, es decir las que no coinciden todos los años el mismo día.
La variación de la fecha de Semana Santa responde a que el Año Litúrgico no se ciñe al año solar, sino al ciclo lunar, que antiguamente dominaba los calendarios. Así, hasta la actualidad, los meses en el calendario judío son de 29 días que se alternan con 30 días, y la Pascua, originalmente judía, se celebraba cuando se producía la primera luna llena tras el equinoccio de primavera en el Norte (otoño en el Sur), en memoria de la noche en que Moisés y las 12 tribus huyeron de Egipto; de ahí que el Pesaj (Pascua judía) siempre concuerde con esa fase lunar, conocida como ‘Luna Nisan’.
El investigador y escritor Jesús Callejo explica en su libro “Fiestas Sagradas”, cómo el pueblo de Israel, nómada y pastor, celebraba desde tiempos remotos, al igual que otros pueblos de similares características, “una serie de ritos de tipo propiciatorio coincidentes con el equinoccio de primavera para obtener la fecundidad del ganado en la época de la trashumancia que se iniciaba en esas fechas”.
“Estos ritos consistían en el sacrificio de un cordero joven con cuya sangre pintaban las puertas de las tiendas y que luego comían sin quebrantar los huesos del animal, pues se consideraba que eran símbolo de la resurrección y de la multiplicación de la especie”. Durante esta fiesta Pascual, los judíos se reunían y comían cordero asado con ensaladas de hierbas amargas; recitaban oraciones y cantaban salmos.
Al surgimiento de los primeros cristianos, éstos formaron un pequeño grupo marginal y eran considerados como una disidencia sectaria de la religión judía, que celebraban su Pascual en la misma fecha que la hebrea, es decir, el 25 de marzo, lo que suscitó la resistencia y oposición de la mayoritaria hacia la nueva religión.
Según cuentan los Evangelios, Jesús y sus discípulos llegaron a Jerusalén para celebrar esta Pascua hebrea. Los acontecimientos se sucedieron y Jesús acabó siendo crucificado, un viernes, durante la celebración de esas fiestas religiosas.
El mundo cristiano, que seguía el calendario juliano, instaurado en el año 46 a.C. por el emperador Julio César, no se planteó el problema de la ubicación de la Semana Santa en el calendario romano hasta el año 325 d.C, en el primer Concilio Ecuménico de Nicea, cuando los Padres de la Iglesia la fijaron en el primer domingo después de la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera, el 21 de marzo. Intentos de cambio posteriores y de transformación en una fiesta fija (aprobado en el curso del Concilio Vaticano II, 1962-1965) no han podido imponerse.
El protagonismo de la luna en la Semana Santa tiene su razón de ser en la descripción en el Nuevo Testamento de los hechos acaecidos alrededor de la muerte de Jesús en los que se señala la presencia de la luna llena el viernes de su crucifixión, en Jerusalén. De ahí que la Iglesia busque una luna llena para celebrar estas fechas.
Ese mismo punto de partida para ‘La Gran Semana’ (como era antes conocida la Semana Santa), continuó vigente tras implantarse en Europa el calendario gregoriano, a partir del siglo XVI y hasta el siglo XX, cuando finalmente fue adaptado en todo el mundo.
Sin embargo, hay dos reglas básicas que estas celebraciones han de cumplir: la luna llena nunca puede coincidir con el mismo Domingo de Resurrección; en ese caso será el siguiente domingo. Otra norma a respetar marca los límites del calendario, puesto que no puede comenzar antes del día 22 de marzo ni después del 25 de abril, y sólo entre ambas fechas pueden tener lugar sus efemérides.
En la actualidad, cada pueblo, región o zona del orbe cristiano tiene su peculiar manera de sentir y vivir estas fechas, desde el silencio más profundo acompañando a los sentidos “pasos” que emulan el sufrimiento de Jesús y su Madre, la Virgen María, hasta el ruido más estruendoso que en muchas ocasiones trata de imitar la sacudida que sufrió la Tierra, en la tarde del Viernes Santo, al expirar Jesucristo.
Durante el sábado, segundo día del triduo pascual (pasión, muerte y resurrección de Cristo), no hay celebración eucarística. La Iglesia persigue crear una pausa e invitar al silencio junto al sepulcro de Cristo, con el objetivo de que los creyentes mediten su pasión y muerte, su descenso a los infiernos y la promesa de su regreso al tercer día, Domingo de Resurrección, con el que finaliza la Semana Santa.