Entre las disposiciones que dejó el Papa Francisco para después de su fallecimiento, destaca su firme decisión de evitar el embalsamamiento, además de solicitar una ceremonia fúnebre sencilla y una exposición sobria de su cuerpo.
En lugar del tradicional proceso, se le practicó la tanatopraxia, un tratamiento que permite conservar el cuerpo en condiciones adecuadas por un corto período, suficiente para que los fieles puedan darle el último adiós en la Basílica de San Pedro, donde permanecerá hasta la noche del viernes.
Francisco no es el primer pontífice en rechazar el embalsamamiento. Sus predecesores Benedicto XVI, Juan Pablo II, Juan Pablo I y Pablo VI también optaron por una despedida más natural. En contraste, el Papa Juan XXIII sí fue embalsamado, y de manera tan efectiva que, al ser exhumado en 2001, cuatro décadas después de su muerte, su cuerpo se encontraba prácticamente intacto.
Un caso muy distinto fue el del Papa Pío XII, quien, a pesar de solicitar no ser embalsamado, fue sometido a una técnica experimental de conservación.
El método resultó fallido: el cuerpo comenzó a hincharse debido a los gases post mortem, y el olor se volvió tan insoportable que las autoridades se vieron obligadas a sellar el ataúd durante su exhibición. Finalmente, el calor acumulado provocó la explosión del tórax, lo que aceleró la descomposición del rostro y el cuerpo.