«Compre 600 cajas de 100/8 latas de sardinas noruegas» o… «Embarque inmediatamente anchoas de la mejor calidad, cajas de 200/2 latas».
Cosas así decían unos telegramas que la Censura Postal de Reino Unido interceptó en el verano de 1915.
A ojos inexpertos, parecían inocentes.
Sin embargo, tras un año de lucha en la Primera Guerra Mundial, la inteligencia británica ya era hábil para detectar mensajes codificados.
Sabían que términos como «comprar (o embarcar) inmediatamente» o «enviar», equivalían a «llegada», «salida», «anclado» y «carga de carbón» de barcos, información vital para el enemigo.
Pero no solo el lenguaje que despertó sospechas.
Tampoco era temporada de sardinas.
El remitente, un comerciante peruano llamado Ludovico Hurwitz-y-Zender que se encontraba en Inglaterra, no había tenido en cuenta que ordenar grandes cantidades en esa época del año era absurdo pues no había pescado disponible.
El detalle le costaría la vida.
Después de que se constató que el destinatario era un alemán que vivía en Noruega y estaba en constante contacto con el consulado de su país, Hurwitz-y-Zender fue arrestado, investigado y juzgado.
El peruano fue uno de 11 espías ejecutados en la Torre de Londres durante la Gran Guerra.
Y pasó a la historia por ser el último en ser fusilado ahí, el 11 de abril de 1916.
Un siglo después, el escritor y periodista peruano Hugo Coya recibió un mensaje de un amigo con la foto de Hurwitz-y-Zender que había visto en el Imperial War Museum en Londres.
Intrigado, se puso a investigar sobre su vida, que más tarde relataría en el libro «El último en la torre» (2022).
Pero haciendo su pesquisa, se topó con otra historia olvidada: la de Jacobo Hurwitz, el hermano de su protagonista.
Dos pasiones
Mientras estaba entrevistando a la familia de Ludovico, su sobrina Anita Hurwitz, le comentó a Cayo: «Yo creo que la historia de mi papá es mucho más impactante y más interesante».
«Comenzó a hablar de Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas, Augusto Sandino, Farabundo Martí…», le contó el escritor a BBC Mundo.
«Mi primera reacción fue de escepticismo; todos queremos que nuestros padres sean personas extraordinarias, y la mención de todos esos nombres tan vinculados y tan importantes para la historia latinoamericana me provocó gran incredulidad».
Pero resultó que Anita tenía el don de guardar lo que otros botan y sacó de sus baúles fotos, recortes y documentos que no dejaban lugar para tantas dudas.
La conversación desencadenó una exhaustiva investigación de cuatro años, que le permitió reconstruir esa historia tan apasionante en el libro «El espía continental».
Es, señala, «una trama que, aunque parece ficción, es la realidad misma«.
En el centro, hay un personaje que aunque en gran medida olvidado, no siempre pasó desapercibido.
De hecho, hubo un tiempo en que su nombre retumbó en la prensa mexicana, con apodos como «el espía continental», «el hombre del comunismo», «el hombre de Stalin en América Latina» y «el hombre de las mil máscaras».
Todos tenían algo de verdad, y en ese momento fueron propiciados por un violento acontecimiento: el intento de magnicidio contra el presidente mexicano Pascual Ortiz Rubio.
Fue un episodio dramático.
El 5 de febrero de 1930, el día de su investidura, el flamante mandatario recibió un disparo en la mandíbula, que lo dejaría con serias dificultades para hablar.
A pesar de que el autor del atentado fue rápidamente apresado, las autoridades estaban convencidas de que se trataba de un complot internacional para desestabilizar a México, y que Moscú estaba detrás.
Jacobo Hurwitz fue uno de los sospechosos que internaron en la prisión de Islas Marías, en el Pacífico, donde lo torturaron para que confesara lo que creían saber.
Allí compartió celda con José Revueltas, quien se convertiría en uno de los escritores, filósofos y activistas más importantes de México, pero en ese entonces aún era un adolescente.
Hurwitz lo introdujo al pensamiento de izquierda durante los intervalos que le daban para recuperarse de las golpizas.
Cuando lo tomaron preso, el peruano estaba estudiando literatura en la Universidad de San Marcos. También llevaba años involucrado en luchas sociales que -como apunta Coya- lo llevaron a abrazar el socialismo y el comunismo.
En debates sobre temas como la ley del divorcio y el establecimiento de la jornadas laborales de ocho horas, se fue formando políticamente.
«Algo oscuro»
Jacobo Hurwitz había nacido en Lima en 1901, 17 años después que su hermano Ludovico.
Era el penúltimo de 11 hijos de Natasius Hurwitz y Augusta Zender, una pareja de judíos inmigrantes que se conoció y casó en la capital peruana.
Su padre había emigrado de Alemania a EE.UU. y había participado en la guerra civil estadounidense en las filas del presidente Abraham Lincoln antes de asentarse en Perú, donde presidió la comunidad judía en varios períodos.
«Desde joven supo que era portador de un signo de carácter adverso: ser parte de una minoría entre la minoría, distinto entre los distintos… Nacer judío en el Perú de principios del siglo XX, además de ser poeta y poseedor de ideas a contracorriente, lo obligaría a enfrentar un destino difícil. («El espía continental»).
«El antisemitismo que se vivía en esa época, subraya Cayo en entrevista con BBC Mundo, «ayuda a entender el porqué muchas de sus ideas, de sus miedos, de sus frustraciones, lo impulsaban a actuar de una manera o de otra».
«Recuerda, por ejemplo, lo ocurrido en la Semana Trágica en Buenos Aires», una huelga en 1919 que terminó en masacre, y produjo el primer pogrom (‘matanza de judíos’) registrado en el continente americano.
En 1920, Hurwitz participó en la fundación de la Universidad Popular González Prada, que ofrecía cursos gratis para los obreros.
Uno de los profesores era el dirigente y teórico comunista José Carlos Mariátegui, uno de los intelectuales más influyentes de la época, con quien forjó un estrecho vínculo.
Las ideas del pensador fueron una gran inspiración. Hurwitz lo admiraba tanto que se mudó para vivir cerca de su casa.
En 1923, formó parte de una protesta en defensa de la libertad de expresión, amenazada, según los manifestantes, por el proyecto de consagrar el país al Sagrado Corazón de Jesús, que se tornó violenta.
El gobierno cedió, pero también castigó: embarcó a los cabecillas, él incluido, hacia un exilio forzoso.
Durante esos años, como telón de fondo, artículos periodísticos denunciaban frecuentemente la existencia de un «complot judío» urdido desde Moscú para imponer el comunismo en Perú.
Antes de partir, Hurwitz le advirtió a sus camaradas que algo oscuro estaba a puertas. Y el tiempo le dio la razón.
En 1929, las autoridades llevaron a cabo una redada en la que se vio afectado hasta Mariátegui, quien estaba moribundo. Su casa fue brutalmente allanada y él murió semanas después.
Los diarios informaron con beneplácito que la mayoría de los 180 detenidos eran judíos.
«Recurrencia diabólica»
Hurwitz se fue primero a Panamá, donde se encontró con exiliados peruanos y conoció a otros de varios países latinoamericanos.
«Allá se involucró en el movimiento inquilinario, que fue la primera protesta de quienes construían el Canal de Panamá por los alquileres exorbitantes que les cobraban por las casuchas miserables en las cuales vivían», cuenta Coya.
Su siguiente destino fue Cuba.
En sus periplos, narra «El espía continental», el amor y el desamor lo visitaban, «con una recurrencia diabólica«.
«Las mujeres entraban y salían de su vida sin dejar huella profunda, lo que le ganó el apelativo del ‘eterno enamorado’«, entre sus compañeros, que reconocían sus dotes de galán y su facilidad para encantar a las chicas.
Pero de Cuba también tuvo que salir perseguido, pues «se implicó con el naciente movimiento comunista de la isla, que estaba en contra de la dictadura de la época», señala el escritor.
Fue así como llegó a México, donde conoció a intelectuales como Diego Rivera, Frida Kahlo y David Alfaro Siqueiros, quienes lo acogieron.
Allí tuvo importantes cargos en el Comité Manos Fuera de Nicaragua (MAFUENIC), cuya finalidad era asegurar suministros médicos y pertrechos militares al ejército comandado por Augusto C. Sandino, y en el buró del Caribe del Socorro Rojo Internacional (SRI), un servicio social que condujo campañas de apoyo a los prisioneros comunistas y reunió apoyo material y humanitario en situaciones específicas.
«Se fue perfilando como un gran orador, y creció su figura dentro del comunismo mexicano, lo que hizo que Moscú lo viera con especial interés«.
La URSS, liderada en ese entonces por Iosif Stalin, quería establecer el comunismo en el continente, y el protagonismo que adquirió Hurwitz en México lo convirtió en el candidato ideal para trabajar en pos de esa visión.
Ese no era su único punto a favor.
Hurwitz «era una persona con grandes dotes intelectuales y modos refinados» y hablaba ruso, inglés, alemán y polaco, «lo cual le permitía hacerse pasar por muchas personas».
«Gracias a su habilidad camaleónica, cumplía misiones desde México, sobre todo en países de Centroamérica.
Entre medio dictaba clases de alemán, componía poemas y escribía denuncias, asistía a reuniones con camaradas y fiestas con artistas.
Y seguía «encantando mujeres». Hasta que lo conquistaron.
Una vida
María Oynick, o Masha como él la llamaba, era una fotógrafa y profesora que lo maravilló desde que la conoció, cuenta Cayo en su libro.
Había llegado a México desde Polonia en 1926, y, como el resto de su familia, era parte del Bund, un movimiento político socialista formado por judíos de Lituania, Polonia y Rusia, entre otros países de aquella región del mundo.
Poco a poco se hicieron inseparables.
Pero ambos viajaban mucho y en ocasiones por largos periodos, a veces juntos y otras, separados.
«Fue durante un largo viaje que los llevó en distintas direcciones que ocurrió algo imprevisto«.
Un día de 1937, cuando Hurwitz estaba en Nueva York trabajando para The Daily Worker, el diario comunista más importante del hemisferio, recibió un telegrama procedente de Santiago de Chile.
Era de Masha y le contaba que iba a ser padre.
Él le pidió matrimonio y decidieron casarse de inmediato, por poder. La Guerra Civil española lo apremiaba.
«España se desgarra y tengo que ir a apoyar a los camaradas. No sé qué me pueda suceder allá. Casándome contigo podré marchar con mayor tranquilidad».
Víctor Anteo Hurwitz nació un 22 de noviembre de 1937, y en sus primeros años vio a su padre de forma intermitente.
Durante la Segunda Guerra, Jacobo viajó entre Perú y México cumpliendo distintas funciones en la lucha contra el fascismo.
En 1957, la familia terminó por asentarse en Lima.
Cultivó rosas, vendió libros e impulsó una imprenta, mientras continuaba con su labor política a nivel nacional e internacional, y trabajaba como corresponsal de la agencia de noticias TASS.
Falleció en 1973 en un accidente automovilístico.
Para Cayo, la historia de Hurwitz «de alguna manera encapsula muchos de los dilemas y tensiones que marcaron el siglo XX en América latina y el mundo».
Su vida, concluye el autor, es «el reflejo de toda una generación atrapada entre el poder, el idealismo, las redes de una lucha política que a pesar del tiempo aún sigue vigente hoy en día«.